miércoles, 13 de abril de 2016

Encuentro con Tadzio




Voy a un colegio en la provincia de Tarragona, a dar una charla a niños que han leído uno de mis libros. Comienzan a entrar los chavales en el aula, yo estoy en la tarima esperándolos. Entonces aparece entre ellos Tadzio. Sí, un niño idéntico a Tadzio, el guapísimo principito polaco de la película “Muerte en Venecia”, de Visconti. Los mismos bucles rubios, el mismo corte perfecto del rostro, los mismos ojos atentos e inteligentes que me atrapan. Se sienta en la tercera fila del aula, frente a mí. Mientras el profesor del colegio me presenta no puedo dejar de contemplarlo, apenas puedo creer lo que estoy viendo. Él también me mira, serio y atento, y sus ojos me transportan al Lido, estoy recostada en una hamaca de playa contemplando al joven Tadzio sentado junto a la orilla. Lleva un jersey azul oscuro por cuyo cuello de pico asoma la camisa azul cielo, pero le sienta igual de bien que su habitual traje blanco de marinero, con esa elegancia natural y esa belleza que alumbra cualquier indumentaria. Oigo el mar y entre el murmullo de las olas, suena mi nombre, Purificación. Es la voz del profesor, que me saca levemente del ensueño, y como no deseo dejar de soñar, he de hacer un esfuerzo para volver, me digo firmemente: Puri, no, no estás en Venecia, ni en el Lido, esto es el colegio Camp Joliu, en Arbós, te encuentras delante de unos cincuenta niños, todos con el mismo uniforme azul marino y tienes que dejar de mirar a Tadzio, por lo que más quieras, o se va a mosquear.
Los cincuenta niños se materializan en el aula soleada de la tarde y empiezo la charla. Les cuento cómo el dragón Waldo consigue salir de un libro y meterse en otros, y mi pequeño Tadzio me tiene tan prendada de él como al propio compositor protagonista de la película. Cambio de vez en cuando de interlocutor dirigiendo la mirada a los otros chicos, pero siempre que vuelvo a toparme con él permanezco unos instantes en esos ojos que me llevan a la melancolía de un Lido que ya no existe, de un balneario que se derrumbó. Con el turno de preguntas puedo liberarme de sus ojos, al saltar a los de otros muchachos curiosos que preguntan; él también hace un par de preguntas —no, no me pidáis recordar qué pregunta, solo soy consciente de su mirada— y cuando al final de la charla llega el momento de las dedicatorias en los libros y los chicos van pasando en fila a que les firme su ejemplar, por fin el muchacho se acerca a mí. Estoy a punto de escribir en su libro: “Para Tadzio”, porque ni siquiera en la proximidad el parecido se difumina, sino que se acentúa; pero su jersey azul me devuelve a la realidad —la única diferencia es ese atuendo, lástima que no sea blanco— y le pregunto su nombre. Tadzio resulta ser hoy Pablo y ese “Para Pablo” me distancia un poco de él, pero le digo que se parece al protagonista de la película Muerte en Venecia, sé que él no la conocerá, pero le sugiero que les pregunte a sus padres por ella. Contemplo a Pablo que se aleja con su libro bajo el brazo, lleva en él mis palabras que le desean sueños de dragones. Ahora sé que me hubiera gustado dedicarle ese libro con estas palabras: “Para Pablo, que me llevó a Venecia de la mano de Tadzio, con esos ojos que nunca volveré a ver”.

* * *

Que me perdone Bjorn Andressen, el actor que encarnó a Tadzio, por utilizar su imagen, sé que no le gusta recordar a ese personaje que le dio fama mundial por su belleza. Sé también que él fue y es mucho más que un chico guapo. Pero la aparición de este niño me llevó de nuevo a esa película decadente y hermosa, cuyas imágenes y sentimientos todavía guardo en la memoria, y deseaba contar lo que sentí ante la mágica aparición de Tadzio en un colegio.

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